EL RAPSODA



Era conocido desde Venecia hasta en París, le gustaba cortejar a las damas más hermosas, como el jilguero que canta en la mañana, allí andaba él, repartiendo poemas desde el amanecer.
A cada bella joven le recitaba un verso o una serenata sin cobrarle una sola moneda, para él su recompensa era ver la sonrisa de aquella doncella a la cual agasajaba.
No piensen mal, aquel no era un don juan, ni un galán de antaño, solo le gustaba inventarse poemas al ver el rostro de las musas que caminaban por la plaza.
Hasta que un día entre barullos y poesías, la conoció y se quedó mudo, por vez primera, le costaba describir la belleza de aquel ser que sus ojos contemplaban.
Tan absorto se quedó que todos voltearon a verle, allí estaba él, completamente en silencio mirando con detenimiento una sonrisa que le costaba descifrar.
Se decía a sí mismo: “No puede ser” ¿Es acaso un ángel? “En todos estos años jamás he admirado con tanto detenimiento un rostro que no existe palabras para describir”
Temeroso se acercó lentamente a la muchacha que con solo un vistazo había flechado su corazón, parecía como si todos sus años de bellas prosas se hubieran esfumado.
Que ridículo era su caminar, se tropezaba al andar, tomaba aire a cada paso, frotaba sus manos como si estuviera desbordando de ansiedad.
Su corazón latía tan fuerte que era hasta audible, sus ojos parecían hipnotizados, sus labios esbozaban la más tontas de las sonrisas.
Con un suave y casi susurrante “Hola” Logró que la joven se volteara al verlo, y aquella conversación tanto tiempo duró, que han pasado los años y siguen charlando.
Jamás se le vio nuevamente por las calles o las plazas, por fin encontró a la dueña de su corazón.

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